En
mi biblioteca hay muchísimos libros que cuando tenga tiempo de ordenarla es
casi seguro que prescindiré de ellos. Hay variso que no están en las libreras, porque
los presté, perdí o regalé. De algunos de ellos no recuerdo ni siquiera el
título, un maravilloso ensayo científico-filosófico sobre lo que es ser humano,
que concluye con la hipótesis de que la vida humana se prolongará en el
universo gracias a la humanización de los robots. En la misma línea está una
novela de Isaac Asimov, no recuerdo su título, alrededor de un robot que llega
a desarrollar habilidades humanos como proporcionar, conscientemente, placer
sexual. Alrededor de ello, Asimov discurre sobre qué significa ser humano.
También está una pequeña obrita que me impactó mucho cuando aspiraba a ser
científico: El origen de la vida, de Oparin. Son libros que espero volver a
tener en mis manos y releer cuidadosamente.
La
lista anterior es incompleta si no agrego la “Bioquímica” de Lehninger. De este
libro me impresionó muchísimo el primero, o uno de los primeros, capítulos, en
que el autor desarolla de manera extensa todo lo que significa para la vida el
agua. La conclusión inevitable es que sin agua no hay vida.
Fue
talvez en 1996, volviendo a la capital de un paseo a la playa Tecojate, en La
Nueva Concepción, Escuintla, que se me atravesó por la cabeza la idea de
revisitar el río Coyolate, que cuando tenía 11 años me dejó embobado con su
anchura y su caudal. Fue la primera vez que conocí un río que para poder
cruzarlo requería de un cayuco. Admiré la habilidad de los hombres que lo
conducían para calcular la posición de salida de un lado para poder llegar al
punto de atraque del otro lado del río. Así que me fui a ver al Coyolate. La
carretera aún era de terracería y tuve que caminar unos cuantos metros antes de
llegar a la ribera. La mirada de asombro del niño de 11 años se tornó en tristeza,
rabia, desilusión: el río que requería de un cayuco ahora se podía pasar de un
salto, era un riachuelo de no más de un metro de ancho. El origen de ello: el
secuestro de sus aguas por las fincas cañeras.
Años
después, el arquélogo Oswaldo Chinchilla me regaló un “tour” por el centro
arqueológico “El Baúl”, para presentarme el manuscrito que luego se convertiría
en su libro “Cotzumalguapa: la ciudad arqueológica. El Baúl – Bilbao – El
Castillo” (http://www.fygeditores.com/FGCCA9789929552067.htm).
Ahí pude ver el absoluto descuido y abuso con que las fincas cañeras
administran las cuencas de los ríos, que son un bien común. Presumen de tener
un centro de investigación agrícola para elevar la productividad, pero no han
entendido que sin agua no hay vida.
Porque
sin agua nos estamos condenando a desaparecer es que este viernes 22 de abril
asistiré a la #MarchaPorElAgua. ¿Nos vemos?