Gerardo Guinea Diez
Premio Nacional de Literatura "Miguel Ángel Asturias", 2009
Figura plural, el editor Raúl Figueroa Sarti me invitó al inicio del juicio en su contra el pasado 28 de julio. Los cargos, el uso de una foto que, según el acusador, Mardoqueo Escobar, utilizó sin su consentimiento en una portada de una novela. Así las cosas, llegué temprano a la Torre de Tribunales. Esperé con paciencia mi turno en el elevador que me llevaría al piso 14. No sé, pero una sensación de restricción física me asaltó. Por alguna razón pensé en la quiromancia, quizá porque todo ahí me sugería una trama que tardaría en ganar precisión. Como es de suponer y ya entrado en el plano de la anécdota, encontré en el trayecto todo tipo de personajes: flacos, gordos, con traje y corbata, otros, menos elegantes, con tatuajes y esposados. Tuve la idea que ellos de algún modo enfrentan un destino inevitable, inestable, borroso, con rencores que recuerdan a los personajes de Onetti. Y no es porque asumieran una postura arquetípica, no, lo que se respiraba ese día era una atmósfera densa, sin desenlace, en otras palabras, creí —y los días me darían la razón— que en ese edificio sólo quedaba una manera resignada de encarar la ruina.
Como sea, entré en la sala donde ya esperaban otros editores y escritores. Luego de una pequeña espera, entraron los jueces Rosa María López Yumán, Magda Pérez Arana y José Gilberto Castro Linares. López Yumán nos advirtió a los presentes que deberíamos guardar silencio y apagar los celulares. Escuchamos los argumentos de las partes. Conforme se desarrollaba el debate empezaron las inconsistencias, las contradicciones del querellante adhesivo, las formalidades cómicas del abogado acusador, el tartamudeo de los fiscales del MP y el aburrimiento de los jueces, o eso me pareció. Escobar dijo que se enteró de la publicación del libro en enero del 2007, cuando la parte defensora mostró un acuse de recibo fechado en diciembre del año anterior firmada y recibida de conformidad por éste. Esa sola contradicción bastaba para cancelar el proceso. Mientras tanto, me entretuve con las comicidades de los actores que especulaban con una insólita agudeza tan parecida a los juicios de la Tremenda Corte o las comedias de Cantinflas. Curiosidad que me duró hasta que algo se torció, como si lo obvio se tardara en llegar.
Después, ya no se dijo nada y se citó a las partes para el 6 de agosto. Cuál sería nuestra sorpresa que después de tres horas Raúl fue condenado a un año de cárcel, conmutables a 25 quetzales diarios, 50 mil quetzales de multa y pago de las costas judiciales. Es decir, de pronto un hombre honorable, de los editores más importantes en América Latina, se volvió un delincuente, nada menos que a la altura de un zeta. Pero lo tortuoso no está allí, está en la manera retorcida y sin sustento jurídico de la sentencia, como una imposibilidad de palabras y pensamientos, forzados a entender de perfil unas evidencias terribles sobre algo inofensivo. Está en la debilidad de las pruebas, en la construcción de un caso que, para empezar, debió ventilarse por la vía civil. Quizá los juzgadores desean sentar un precedente: un nuevo moralismo basado en esa carpintería de las complicidades. No hay que olvidar que Escobar tiene unos 15 años de ser empleado del Organismo Judicial. En fin, esta sentencia me recuerda unos versos del poeta inglés Edmund Blunden —traducido por Borges—: «Esto no es lo que nos habían dicho». Sí, esto no es la justicia que enseñan en las facultades de derecho. Pero sí es, sin duda, la antesala de nuestra bancarrota moral.
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